miércoles, junio 28, 2006

Riesgo: Paranoicos ante la amenaza permanente

Los psicólogos y terapeutas de todo tipo se deleitan –y enriquecen- afirmando que los ciudadanos de hoy estamos al borde de la locura, entre el estrés laboral y la inseguridad permanente, entre el consumo compulsivo y la incomunicación…en fin, paranoides crónicos, pero sonrientes, como corresponde.

Sí, paranoicos, con un delirio de persecución analgetizado por los medios de comunicación masiva y sus programas basura a los que nos enganchamos «para no pensar» en las múltiples presiones que nos apremian. Paradójicamente son esos mismos medios los que nos bombardean con informaciones que poco contribuyen a nuestra salud mental. Basta un vistazo de los titulares para demostrarlo: atentados suicidas casi a diario en medio oriente, una gripe mortal incontrolada que se extiende con las aves migratorias, crisis energética en Asia y Europa por el frío en el hemisferio norte, edificios que se derrumban por escapes de gas, cientos de muertos en accidentes de tránsito y asesinatos varios en todas las grandes ciudades del planeta.

Con este tipo de noticias, lo menos que se puede esperar de quienes las siguen a través de los medios, es que se depriman… insisto, «lo menos». Por suerte existe la enajenación y la indiferencia, que si no, seguro que hace tiempo ya estaríamos todos en el psiquiátrico.

Así es nuestra sociedad de la información… nuestra libre, democrática, emprendedora y cibernética sociedad de la información.

Como si estas amenazas no bastasen, las distintas disciplinas que se dicen «científicas» aportan cada día nuevas y sorprendentes informaciones con las que marcan pautas de comportamiento individual y social, y de paso, advierten de los riesgos que supone no cumplirlas.

La medicina nos dice cómo debemos cuidar nuestro cuerpo; la nutrición, lo que debemos comer; la psicología, cómo debemos actuar; la pedagogía, lo que debemos aprender; la ingeniería ambiental, cómo evitar contaminar; la sociología, cómo nos debemos organizar; la meteorología… suma y sigue. Cada una en su respectivo campo aporta datos y criterios que se convierten poco a poco en verdades insoslayables, incluso sagradas, sobre todo cuando los listos de siempre se las ingenian para rentabilizarlas a través de atractivos bienes o servicios que ofrecen en el mercado mundial.

Por supuesto, todas estas informaciones están al alcance de unos cuantos clics gracias a los megabuscadores que Internet pone a disposición de cualquier usuario mínimamente informado de los gajes de la Red.

A mediados de los 90, Ulrich Beck se refería a esta hiperconciencia, como la era del «riesgo global», pues gracias a las nuevas tecnologías, ya no sólo podemos estar al tanto de los acontecimientos de nuestro entorno más inmediato, sino también de aquellos que afectan a todo el planeta: la amenaza nuclear, el calentamiento global, el terrorismo internacional, entre otros.

En suma, una seguidilla de advertencias y recomendaciones que nos alertan de los riesgos a los que estamos permanentemente expuestos tanto de manera individual como social.

El riesgo como mecanismo de control social

La palabra riesgo se utiliza para describir la posibilidad de ocurrencia de un hecho valorado negativamente, el cual amenaza la realización, consecución o existencia de una situación ideal que es valorada positivamente. En pocas palabras, describe un futuro ideal amenazado.

Pero, ¿quién define ese futuro ideal?, ¿con qué criterio y finalidad?, ¿quién valora negativamente el hecho o situación considerada riesgosa?, ¿para qué?

Muchas veces estas valoraciones son fruto de investigaciones «científicas» que nadie cuestiona, pues dicho calificativo parece garantizar la objetividad de sus resultados. Seguro que Einstein se retuerce en su tumba cada vez que esto ocurre, pues al hacerlo echamos por tierra el descubrimiento que le hizo acreedor del Premio Nóbel de Física en 1921: su clásica teoría de la relatividad.

No hay que olvidar que los científicos son seres humanos de carne y hueso, que tienen unas creencias (y no otras), unos conocimientos (y no otros), unos intereses (y no otros), unas experiencias (y no otras) y unas limitaciones (y no otras). No son semidioses ni mucho menos, por tanto, pensar que sus conclusiones o resultados constituyen LA VERDAD, es, como mínimo, simplificar la realidad. Eso, sin considerar que las investigaciones son financiadas por determinadas entidades (universidades, ministerios, fundaciones o empresas), que suelen tener unos ciertos intereses políticos, económicos y sociales (y no otros) en los temas que deciden desarrollar.

Llevado al terreno del riesgo, esto quiere decir que cuando se utilizan esos conocimientos para definir un futuro ideal, y con ello, los hechos o situaciones que lo amenazan, se hace desde una determinada posición y no de otra; posición que la mayoría de las veces coincide con los grupos que ocupan posiciones de poder dentro de la sociedad.

Este no es un tema menor porque –tal como funcionamos hoy- cuando la ciencia dicta una de sus verdades, prácticamente nadie las cuestiona y terminan convirtiéndose en uno de esos «futuros deseados» que comentábamos antes.

Por ejemplo, cuando la psicología y la neurología definen la hiperactividad infantil, lo que hacen es patologizar un tipo de comportamiento que –según ellos- se escapa de los comportamientos que ellos mismos consideran normales en los niños y niñas de una determinada edad. Comportamiento que –por lo demás- tiende a considerarse como una característica de personalidad permanente, que no cambia, de modo que quien sea etiquetado con ese rótulo en la infancia, probablemente seguirá siéndolo en la adolescencia, juventud y adultez. Asimismo, con esta definición científica, lo que se está diciendo es que «lo normal» es que los niños y niñas no sean demasiado activos, y que si lo son, están enfermos y requieren ser tratados para tranquilizarlos.

En esta lógica de funcionamiento habita una triple operación de estigmatización (Goffman 1961), vulnerabilización (Rose, 1996) y justificación de la intervención (Montenegro, 2001); es decir, de poner una marca sobre quien tiene unas determinadas características; de suponer que quien tiene es marca es anormal e inferior respecto de los demás; y de justificar la necesidad de «hacer algo» para encauzar dicha anormalidad.

Así explicado suena un poco aparatoso y rebuscado, pero es una operación que todos realizamos inconsciente y constantemente al pensar en un montón de personas o situaciones marcadas por este «dispositivo del riesgo» (Prieto, 2005), como la infancia en riesgo, las personas que tienen trastornos alimentarios –anorexia y bulimia-, los pueblos indígenas, las mujeres maltratadas, las democracia de los países pobres o islámicos, los jóvenes, la selva amazónica, etc.

En definitiva, decir que alguien o algo está «en riesgo» constituye un mecanismo de control social, pues, para evitar ser estigmatizados o sufrir las situaciones que describen esos riesgos, intentamos ser y hacer todo de modo de acercarnos a los futuros deseados que las distintas disciplinas definen. Así entonces, podemos afirmar que el dispositivo del riesgo nos constituye como sujetos, ya sea como personas, colectivos o sociedades.

El negocio del riesgo

Como nadie quiere correr ningún riesgo, todos nos las arreglamos para encontrar la forma de evitarlos o contrarrestarlos. Es como una obligación, una necesidad ineludible. Y como la necesidad es el fundamento del consumo, pues, sucede que finalmente el riesgo es un factor que puede generar mucha riqueza a través de las diferentes prestaciones, productos o servicios que ofrecen seguridad...en todas sus facetas.

Para evitar riesgos fisiológicos o de salud, nos ofrecen alimentos cada vez más sanos y nutritivos, gimnasios y técnicas corporales, masajes, cremas, medicamentos, exhaustivos análisis, intervenciones quirúrgicas o sofisticadas terapias; ante el riesgo de accidentes de tránsito, nos venden seguros de vida, airbags, cascos, frenos ABS, GPSs que hablan, coches totalmente equipados; ante el riesgo de la delincuencia, compramos cámaras de seguridad, armas, guardias privados. Ante el riesgo nuclear, ejercemos presiones políticas y económicas, industria armamentista, guerras injustificadas…

En cada uno de estos sectores existen enormes compañías –muchas de ellas, transnacionales- que sacan suculentos dividendos por ofrecer seguridad. Son ellas, mejor dicho, sus dueños o accionistas, los principales beneficiados gracias al dispositivo del riesgo, por tanto, quienes están más interesados de que éste siga etiquetando, vulnerabilizando y justificando la intervención.

Arriesgados

Pese a esto, hay quienes optan o simplemente actúan sin tomar en cuenta todas estas advertencias, ya sea, porque no las conocen o no las entienden, o bien, como una forma de «llevar la contra», de rebelarse contra la autoridad o el poder.

Para quienes sí las toman en cuenta, los que no, actúan con imprudencia o temeridad, por ejemplo cuando conducen un coche, en su forma de alimentarse o sus hábitos de higiene, en sus prácticas sexuales o en el lenguaje que utilizan… lo mismo ocurre a un nivel macrosocial, entre gobiernos o instituciones internacionales, las cuales, por cierto, es poco probable que desconozcan una información; más bien es factible pensar que en ocasiones optan por hacer como si no la conociesen, o incluso que la manipulen, para conseguir sus propósitos.

Desde una perspectiva realista es posible sostener que toda la vida, en sí misma constituye un riesgo, pues pocas cosas dependen únicamente de cada uno. Pero eso no significa que nos libramos de la responsabilidad de las cosas que nos suceden, al contrario; es precisamente por ello que se hace más necesario estar atentos y conscientes de las consecuencias y efectos de las decisiones que tomamos, de las cosas que hacemos y de las palabras que decimos, pues es a través de ellas que se construyen las trayectorias que finalmente vivimos.

Probablemente la solución no esté ni en la queja ante el control social que se ejerce a través del dispositivo del riesgo ni en la realista ultraresponsabilización personal, sino en un punto de equilibrio que sea capaz de reconocer cuánto de determinismo y cuánto de responsabilidad personal hay en cada situación que vivimos. Después de todo, como siempre, la polarización de visiones no conduce a nada.

En suma, el riesgo –y su dispositivo de funcionamiento- es una de esas palabras que nos construyen como personas, como sociedades y cómo lo hace, pues, haciéndonos cada vez más conscientes, racionales, pero al mismo tiempo, paranoicos, perseguidos, intranquilos. Así somos, gracias a los temores –afortunadamente controlados- que las distintas disciplinas nos han grabado en la memoria, la conciencia, con su bombardeo de información.